"Un libro es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora."
(Proverbio hindú)

domingo, 27 de octubre de 2019

El Arca de los Nommos (continuación)

La niña se lleva ambas manos a la cara y se cubre el rostro, y comienza a sollozar
convulsivamente. La abuela preocupada la atrae a sí y la abraza tiernamente y con
fuerza.
-“Tranquila hijita, tranquila; no pasa nada. Abuelita te protege y te cuida. Nadie te hará
daño; nadie. Dime lo que viste.”
-“Los vi a “ellos” abuelita. Los vi a “ellos”.”
-“¿Quiénes son “ellos”? Cuéntame cómo son, Amalita.”
-“¡No quiero verlos! ¡No quiero verlos!” -grita histérica la niña-.
-“No. No los veas. Simplemente dime cómo eran “ellos” para poder ayudarte a saber de qué se trata todo esto.”
La niña, más calmada, se dispone a dar una descripción de “ellos”, a la abuela.
-“Verás, abuelita. “Ellos”, eran algo así… como… ¿cómo te diré?, algo así como unos seres muy, muy grandes, y eran parecidos a enormes perros, mastines feroces de fibrosos cuerpos y colmillos y fauces muy grandes. Miraban con ojos de demonio y llevaban látigos en sus manos (garras). Cuando se paraban en sus patas traseras podían medir unos tres metros de altura, como una casa; pero si se estiraban para ver, si algo les llamaba la atención, podían llegar a medir el doble. Eran verdaderamente gigantescos y formidables. A veces andaban a cuatro patas, según necesidad, y por momentos parecían transparentes. Iban muchos a lado y lado de la procesión y a intervalos regulares custodiando la caravana. También, solían rugir y castigar a la muchedumbre.
Sin darme cuenta de lo que hacía, comencé a caminar al lado de ellos, como una autómata. ¿Fascinada tal vez, por el increíble espectáculo que se presentaba ante mí? ¿Y mis miedos? No sé. Sólo sentía como ‘algo’ que me llevaba a seguir la caravana. De pronto uno de ellos reparó en mí. Ahora sí sentí el miedo recorrer mi cuerpo. Un escalofrío me sacudió entera, y el sudor empezó a bajar por mi espalda y extremidades.
La criatura enorme se agachó y examinó inquisitivamente lo que tenía delante, pero prestó especial atención a mi frente. Después, de un manotazo me apartó de su lado diciendo: “¡Márchate niña! Tú no estás marcada. No perteneces a este contingente ni tienes lugar en esta procesión de condenados”. La voz sonaba gutural y hueca, y como metálica, como si viniera de muy lejos. Y yo deseé en ese momento que me tragara la tierra. No obstante, y sin saber por qué, como si algo misterioso me empujara, los
continué siguiendo a prudente distancia. El valor o la insensatez, yo no sé de dónde
salían. A medida que caminábamos, alejándonos más y más del Colegio, escuché que se hablaba de una gran muralla, y hasta allí parecía ser que nos dirigíamos. Y, efectivamente, no pasó mucho tiempo cuando desembocamos en una gran explanada, y… allí enfrente estaba… la “Gran Muralla”, que se extendía a ambos lados y hasta donde se perdía la vista. Aquello, ¡era sencillamente imponente! Yo nunca había estado allí ni conocía esa parte de la ciudad. Según se escuchaba por allí, la muchedumbre procedía de un radio extenso, abarcando caseríos y poblaciones en general, y como el camino hacia la Gran Muralla cruzaba por nuestra Ciudad, de ahí tanta gente juntada y reunida.
-Según el “arreglo” que se descubrirá más tarde, era ‘Día de Recogida’-.
La Muralla podía medir varios metros de altura y había escalinatas de piedra e intervalos regulares que ascendían hasta lo alto, al borde. Los seres enormes como perrazos, con furia y a latigazos empezaron a arrear a la muchedumbre y a obligarlos a subir las escaleras; y a medida que ascendían, al llegar arriba, desaparecían. Y entonces, con horror descubrí, que allí, arriba de la Muralla había otros seres enormes que con malas maneras empujaban a las personas hacia el lado exterior de la Muralla, y a los que se retraían de arrojarse al vacío los golpeaban brutalmente. Desde mi posición abajo, pude contemplar a estos nuevos seres y descubrí que se parecían a machos cabríos de las cabras (¿demonios de pata de cabra?) y en lugar de dos ojos, tenían un solo gran ojo que les abarcaba prácticamente toda la frente, y lo cual les daba un radio visual abarcador casi cien por cien. De esta manera nadie podía escapárseles de su control total y radio de acción… y… el empujón. Entonces descubrí al pie de la Muralla una especie de ventanuco por donde cabía mi cuerpo entero, y por allí asomé mi cabeza a la negrura del exterior. Y entonces pude ver algo que no termino de asimilar.”
La niña se detiene y se “ausenta” o se abstrae, como contemplando algo. La abuela la sacude suavemente y la saca de su muda concentración.
-“Dime, Amalita, ¿qué viste? ¡Continúa, por favor!”
La niña vuelve en sí, y concluye con su relato:
-“Vi que cientos de personas, mujeres, hombres y niños, de todas las edades eran empujados por aquellas “bestias” insensibles y caían al abismo insondable, negro como la noche, y caían, caían, caían… hasta desaparecer. ¡Pobres desgraciados!”

La niña se queda estática y como si de un trance se tratara. Y la abuela se queda largo tiempo pensativa y como bloqueada en todos sus sentidos y movimientos.
A partir de entonces, la abuela sometió a una discreta observancia a su nieta por ver si pudiera percibir algunas señales de daño emocional o de otra índole en el
comportamiento personal de la muchacha a raíz de aquel extraño suceso. Y por supuesto, que el caso no fue comentado por ninguna de las dos con la madre de la niña.
Al cabo de los días, doña Matilde, notando a su nieta como retraída, pero más madura y callada que lo normal, se atrevió a abordarla y preguntarle:
-“Pero, dime Amalia, ¿y tu maestra? ¿No notó nada aquel día que te ausentaste de la clase? ¿No echó de en menos tu falta?”
-“Si me echó de menos o no, no lo sé abuela. Pero es el caso que no me dijo una sola palabra. Solo se limitó a mirarme como si comprendiese lo que había sucedido, y mis compañeras guardaron silencio, como si nada; ídem de ídem; como si el tiempo no hubiera transcurrido. Todo muy extraño, abuela, muy extraño.”
-“Pero, dime Amalita -vuelve a insistir la abuela-, ¿no habrá sido todo un mal sueño? ¿No te lo habrás imaginado?”
La niña se pone muy nerviosa y tiene como un acceso de histeria y protesta airada.
-“¡No! ¡No! ¡No! No es ningún sueño ni es ninguna imaginación. Lo he visto. ¡Lo he
visto con mis propios ojos!”
Y entonces desesperada, la niña se sube la manga del vestido y enseña el brazo.
-“¿Lo ves? ¿Lo ves? Aquí está la marca que me hizo ese ser cuando me empujó para que me fuera.”
-“Criatura mía solo tienes nueve años, y cuesta creer lo que dices que has visto, pero te creo, te creo. Pobrecita mía, cómo estás sufriendo.”
-“Pues lo aseguro y lo juro. Y no nos subestimes a los jóvenes por la edad, abuela. Mis tiempos no son tus tiempos. Son otros tiempos. Mi generación se asienta y sustenta en la tecnología del ‘chip’, y quizá, para bien o para mal, tengamos más desarrollados los
sentidos de la percepción, u orientado el intelecto a las técnicas de la superación.”
-Bueno, no he querido ofenderte, hija. Pero a ver si tenemos aquí a una niña prodigio y no lo sabíamos.” -Se defiende la abuela-
-“No abuela, obsérvalo tú misma. Los niños de hoy nacemos ya apretando teclas. Somos los niños del ‘ordenador’ y el ‘móvil’. No nos cuesta nada aprender, asimilar y adaptarnos a las nuevas tecnologías que van apareciendo. Lo mismo programamos el televisor que mandamos un correo electrónico. Es la Era de la Informática y los Cibernautas, y los niños apostamos por el futuro con las máquinas como ‘Pabellón’. No hay otra manera. El mundo es así. Estos son nuestros tiempos. El niño… hoy… madura antes abuela. El niño ya no tiene inocencia. Hace rato que la perdió en aras del ‘progreso’. Entérate abuela.”
-“Tal vez, tal vez… sea así, hija. Sí, tal vez tengas razón. Pero, dime… -la abuela baja lavoz-, ¿para qué sirven todos esos chismes; el móvil y el ordenador y demás? ¿No vivíamos antes igual, o mejor sin esas ‘cosas’? ¡Ay! El modelo de sanas palabras.” -Se lamenta la abuela-.
-“Tal vez sea cuestión de criterios, abuela.”
-“Tal vez, tal vez, hija mía.”
Doña Matilde no es una mujer chapada a la antigua. Está consciente de los cambios drásticos por los que atraviesa la Sociedad humana en su estructuración, y se adapta lo mejor que puede. Pero los tiempo corren demasiado para sus ya torpes pies… y es no, a tanto correr. ¿Adónde vamos a parar con tanta “tecla”? Ah, si viviera el abuelo.
-“Abuela, ¿cuándo me dejarás entrar en la biblioteca del abuelo?”
-“Pues quizás, un día de estos, cariño. -La pregunta ha pillado de sorpresa a Doña
Matilde, pero tampoco le viene de grande tratándose de Amalita-. Ya vas teniendo edad como para entender los “apuntes” de tu abuelo. Tu abuelo era, por sobre todas las cosas, un investigador insaciable de cuanto misterio ocurriera a nuestro alrededor. Ah, si viviera, él sabría darte una explicación sobre lo que dices que has visto días atrás. Su biblioteca está repleta de libros antiguos que se caen a pedazos y que él atesoraba y no dejaba ni por un momento. Él parecía ‘beber’ en ellos. Parece ser que tú padeces de la misma afición y adición bibliófila. Eres tan sensorial para la literatura y los conocimientos como tu abuelo.”
-“¿Entonces me dejarás entrar, abuelita?”
La niña se cuelga tiernamente del cuello de la mujer a quien quiere con toda el alma y la colma de besos. “Sí, sí, abuelita”.
-“Bueno, un día de estos te dejaré abierta la puerta; pero no revuelvas papeles. Tu
abuelo no lo permitiría. Déjalo todo en orden, como a él le gustaría encontrarlo.”
-“Te lo prometo abuelita. Cuidaré todo.”
La niña sube presurosamente las escaleras y se encierra en su habitación… a soñar y soñar. ¿Será mañana? La biblioteca cae precisamente en el pasillo, enfrente de su dormitorio, y al lado está la habitación que fuera de los abuelos y donde ahora duerme sola la abuela.

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