"Un libro es un cerebro que habla; cerrado, un amigo que espera; olvidado, un alma que perdona; destruido, un corazón que llora."
(Proverbio hindú)

jueves, 17 de octubre de 2019

El Arca de los Nommos

¡Cuidado!
¿Pudiera ocurrir que al levantarnos una mañana pudiéramos comprobar con horror que nuestra Tierra había sido “secuestrada” por unos “piratas” del espacio exterior? Pues eso es lo que ocurre en esta nueva historia. Nuestro planeta es manipulado por seres
extraterrestres. Disfrútelo… mientras pueda.
El Autor.

La Gran Muralla
Amalia, niña escolar de nueve años, entró a todo correr de la calle, y sin detenerse en lo más mínimo, subió apresuradamente las escaleras del Salón hasta su aposento instalado en la parte superior de la vivienda que compartía con su abuela, la señora Matilde Beltrán, y ya arriba cerró con un golpe seco la puerta de la habitación. La abuela, que ha
observado el extraño comportamiento de su nieta, preocupada, por lo inusual, la llama:
“Amalia. Amalia. ¡Amalita! ¿Qué te sucede, niña? Baja, ¡por favor!”. A los pocos
minutos baja la niña, pálida como la muerte y temblorosa como una hoja llevada por el viento. La abuela se queda perpleja al observar el cuadro que presenta su nieta y alcanza a preguntar: “Pero… ¿qué te ha pasado, mi niña para que estés así? Estás muy agitada.
Dime, cuéntame, ¿te ha regañado la maestra, o, se han portado mal contigo tus compañeras?”. La niña, demacrada y balbuciente, sollozando se arroja en los brazos de su abuela y da rienda suelta al llanto.
-“Oh, criatura de mi amor, cuéntame, cuéntame” -inquiere la abuela apesadumbrada y acaricia a la niña condescendiente-.
-“Verás abuela -entre jipíos-, la que se ha comportado mal he sido… yo. Me he
escapado de la escuela y visto entonces… cosas horribles”.
Al decir estas últimas palabras la niña tiembla convulsivamente sacudida por una fuerte crisis nerviosa. La abuela, que no alcanza a comprender, preocupada la inquiere:
-“A ver, a ver. Cálmate mi amor y explícale a abuelita lo que ha ocurrido realmente”.
La niña se serena un poco y entre sollozos entrecortados, se dispone a hablar.
Amalia, niña sana y juiciosa como pocas, es también perspicaz de manera sobresaliente para la edad que tiene y que ha sido educada en los valores tradicionales de la familia y el hogar, y le ha tocado en suerte compartir la vivienda con su abuela Matilde desde que su padre se “marchara”, hacía ya mucho tiempo. Desde entonces se había visto la
conveniencia lógica para este cambio en el interés de todos, o sea, que la niña viviera con su abuela por varias razones de peso. Una de las tales razones era que el reputado Colegio estatal al que asistía Amalita, estaba situado en una de las principales avenidas de la ciudad, y quedaba a unas pocas manzanas o calles de la vivienda familiar, y esto evitaba, por supuesto, mayores costes de transporte y gasto de tiempo, y así se compensaba en algo la economía familiar. Y de esta manera, al tener el Colegio tan cerca, la niña podía desplazarse de ida y vuelta sin peligro alguno, prácticamente. La buena señora Matilde Beltrán Argüelles, abuela materna de la niña, no había tenido
inconveniente en aceptar el arreglo y acoger a su nieta y así facilitaba la tarea a su hija Eva, madre de Amalia. Ambas mujeres, madre e hija, subsistían con sendas pagas de viudedad y el trabajo esporádico como Auxiliar de Clínica que a veces Eva podía efectuar en algunas de las Residencias (Geriátricos) para mayores, en los alrededores de la Ciudad; trabajo duro por cierto. Eva necesitaba todo el tiempo libre para preparar
oposiciones al Magisterio, pues su finalidad y meta era conseguir un puesto fijo en la estructura laboral del Estado, la Administración, siempre que fuera posible, y velando por la seguridad futura de su pequeña hija. De ahí su consentimiento en permitir que la
niña fuera a vivir provisoriamente con la abuela y de paso le haría compañía en su
soledad. Eva se arreglaría a solas en su modesto pisito que poseía en otra parte de la ciudad, y que pagaba en hipoteca. Eva, de frágil complexión física, era la típica y tenaz luchadora por la vida, y desde que muriera el bueno de su esposo, se viera, por imposición propia, avocada a sacar la familia adelante. No había lugar alguno para el ocio y sí para el trabajo sacrificado. Sus únicas salidas extra o fuera de programa, eran para visitar a su hija y madre respectivamente, en el otro extremo ciudad. De ahí, que debido a estos espacios de tiempo de ausencia, a veces costara sintonizar ideas con la
hija. Eran uno de los tantos y típicos dramas de la sociedad moderna, donde las personas son arrastradas como pelotas de trapo por la vorágine de la vida y la adversidad.
Simples números y estadísticas.
Así eran y estaban las cosas el día que la niña regresó corriendo de la calle y entrara como una tromba en casa de su abuela, su segundo hogar.
-“Y dime, cariño; cuéntame, a ver, eso de que te has escapado de la Escuela… y visto cosas horribles. Háblame calmadamente, que abuelita Matilde sabrá escucharte”.
Con ciertos titubeos, la niña comienza a expresarse en una historia que escapa a la imaginación más fecunda. Amalia, poco propensa a la fantasía normal en todos los niños, expresa su horrible experiencia.
-“Mira abuela. Estaba yo en el patio o gran recinto murado que rodea el Colegio con un grupo de niñas de mi clase. Éramos unas ocho o diez alumnas y era la hora del recreo. Estábamos bajo unos árboles inmensos y cerca del muro de unos tres metros de alto, jugando a las adivinanzas, cuando de pronto, en un momento dado, escuchamos un gran tropel y tumulto de gentes proveniente de la calle, como si se tratara de una de esas manifestaciones que a veces vemos en la televisión. Mis compañeros se asustaron y salieron todas corriendo hacia las aulas dejándome sola a mí. Yo solo atiné a mirar por una de las rejas o puertas de emergencia que para esos fines se tienen y que casualmente estaba cerca del punto donde yo me encontraba. Al mirar entre los barrotes de hierro,
quedé impresionada.
-La niña calla por un momento, como para tomar aliento, y después continúa con su
relato.-
Entonces, abuelita, vi mucha gente que llenaba la Avenida de acera a acera y se perdían por cientos de metros adelante y atrás. Pero no era una de esas manifestaciones que estamos acostumbrados a ver, pues no portaban pancartas ni reivindicaban cosa alguna,
ni coreaban estribillos. Más bien, las personas iban muy serias y con una expresión de ausentes, y sus rostros con palidez mortal reflejaban más bien dolor y resignación. La muchedumbre se desplazaba en silencio, aunque a veces se escuchaban algunos gritos y alguno que otro alarido y lamento que helaban la sangre, salir de entre la multitud.
También se escuchaban a veces sollozos quedos y algún que otro y algún que otro
quejido de entre los viandantes. Aferrada a los barrotes de la reja contemplaba estática el desfile, cuando de pronto la reja cedió y la puerta se abrió. Inexplicablemente la puerta de hierro no estaba cerrada con llave como cabía esperar, y salí afuera… para ver mejor. Y entonces los vi. ¡Los vi, abuelita! ¡Los vi!”

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